Deseo contar una historia que me sirva para decir que no todo debe estar permitido: el niño que fumaba tabaco para complacer al santo patrón.
En nombre del poder de quien decide, son muchas las barbaridades que, a lo largo de todos los siglos de nuestra historia, se han cometido y se siguen, aún, cometiendo.
Predicadores y gobernantes nos han saturado de errores y de horrores.
Lo atestiguan las crónicas escritas en nuestros libros. Y miles y más miles de imágenes, almacenadas en miles y más miles de memorias individuales y colectivas.
Siempre he sentido, vivo dentro de mí, el afán de decir no al abuso. No siento misericordia por quien, abusando de otro, le utiliza como ejemplo utilitario de su fuerza y su poder.
Me opongo a quienes dicen saber más que yo por el simple hecho de que yo no pienso igual que ellos. Y al oponerme, expreso mi lealtad al mundo equilibrado y justo con el que sueño y en el que creo.
Y, cuando no entiendo algo, necesito decir que no lo entiendo.
Necesito decirle que me da igual el modo en que argumente lo que, a mis ojos, no es una cosa buena ni aceptable.
Al niño de esta fotografía le convencieron de que debía fumar el tabaco en nombre del santo patrón. De no hacerlo así, el niño y todos sus seres queridos, correrían la peor de las suertes. Su pobreza sería mayor, su salud se trocaría en enfermedad y su vida terminaría sucumbiendo al empuje de la peor de las muertes.
Para recibir bendiciones, debía fumar.
Y el niño, desconocedor de su derecho a decir no, dijo sí. Sí a todo. Y fumó. Entre felicitaciones, aplausos y monedas de la fervorosa multitud, fascinada por la imagen del niño devoto y convencida de la bondad de su acción.
Y todo ello para cumplir con el mandato de obedecer a sus mayores y complacer al santo patrón.
Ante mi perplejidad y mi indignación.
Pepe Navarro