El Tingui andaba siempre con sus zapatillas de lona rotas. Las puntas de los dedos de los pies asomando en la puntera y la suela de goma suelta y gastada.
Sin camisa y con sus pantalones cortos mal abrochados.
Y con una pícara sonrisa, capaz de iluminar cualquier rincón y de quebrar el más duro de los hielos.
Era muy pobre y vivía con su madre y sus hermanos en un solar abarrotado de pequeños cuarticos, babalaos y santeros, maleantes de la subsistencia, luchadores de la vida, poetas, pericos, puercos y gallos.
Era fuerte. El más fuerte de los niños del barrio. Todos le respetaban por eso. El Tingui no se arredraba ante nada y era muy capaz de recordarle, a quien fuera necesario, que, en su presencia, ni uno solo de sus pequeños amigos podía ser ni ofendido ni maltratado.
Pero, más que fuerte, el Tingui era bueno. Un ángel de la calle perseguido por la mala fortuna. Muy consciente de su pobreza e incapaz de pedir. Pero siempre dispuesto a aceptar lo que la vida le quisiera regalar por sorpresa.
Yo le quise mucho y le llevaba zapatos. Cuando viajaba a Cuba, en mi maleta, junto a las cámaras y los rollos fotográficos, viajaba un par de zapatos de cuero para el Tingui.
Ese fue mi modo de pedirle que no cambiara. Y que no olvidara que, allá lejos, en ese otro mundo que a él le parecía tan lejano, había alguien que siempre le recordaba con cariño.
Alguien que, siempre agradecía la luz de su incomparable sonrisa de felicidad, cada vez que alguien del barrio le llamaba a gritos : Tingui, Tingui… vino Pepe y preguntó por ti.
Pepe Navarro