Él no es mi hermano. No le conozco. Nunca le vi antes de ahora. Llegó corriendo desde detrás de la pequeña loma en la que, hace un rato, dejé solas a las cabras.
Él llegó aquí y, sin pensarlo y de un salto, se metió en el agua. Igual que, antes, había hecho yo.
Ignoro su nombre. Pero no me hace falta saber cómo se llama para saber que es igual, en casi todo, a mí. Y que conoce la importancia de este momento en nuestras vidas.
Después del trabajo o de la escuela, en el largo camino de regreso a la aldea, a los dos nos sorprendió lo que vimos: había llegado el agua del nuevo año. Cálida y densa. Y con la luna metida muy adentro.
Nuestra agua amarilla de todos los años. Que nos visita y nos permite jugar a ser lo que queremos ser sin dejar de ser lo que somos.
Flexibles. Capaces. Vivos. Gotas libres de felicidad en nuestro mundo demasiado lleno de lágrimas repetidas.
Y por eso sé que, tanto él como yo, queremos quedarnos aquí. Cerca el uno del otro. Envueltos por el manto suave del agua, que ya nos conoce porque le abrimos nuestro corazón y le brindamos nuestra gratitud.
Quedarme aquí es lo que yo más deseo. Y, aunque no le conozco, sé que él siente y piensa igual que yo.
Porque le vi llegar corriendo y, de un salto, caer en el agua, feliz.
Y porque sé que, cuando tú nos miras, él sonríe igual que sonrío yo.