En ocasiones, la cosecha nos defrauda, nos deprime, nos deja fuera de la posibilidad de alegrarnos. Después del largo trabajo de todos los días, ni el tiempo ni la vida nos dieron, esta vez, para más.
No llovió. Y los pequeños brotes de vida se fueron secando y se fueron muriendo. Apenas quedó lo que ahora busco y recojo. Estas pequeñas patatas que no pudieron crecer.
Pese a eso, nada puede impedir que levante mi mano al cielo. Para saludar la dicha de seguir con vida, en este lugar yermo y difícil que siempre fue el mío y lo seguirá siendo. Hasta el final.
Mis pies, mis manos y mis ojos viven llenos de polvo y de tierra. De esta tierra agotada, cansada de parir retoños pequeños, patatas pobres que recojo ya como un resto de mi esperanza, pero con la misma buena voluntad.
No estoy solo, somos más en casa. Y en ellos pienso todo el tiempo, mucho más de lo que pienso en mí mismo. Tal vez por eso me nombraron patriarca. Por eso y por los largos años que acumulo. Caminando, cultivando, siendo.
Y, como patriarca, se espera de mí que aporte comida, consuelo y futuro. ¿Y de qué modo podría hacerlo ahora? ¿Cómo puedo ofrecer aquello que ahora tanto me falta? ¿A quién puedo pedirle esa inspiración?
Me lo pregunto mientras levanto mi mano y, en silencio, siembro en esta tierra fría la calidez de una oración. En ella están contenidos el abono de mi ruego y la semilla de mi lágrima. Y las palabras, pocas y claras, de mi fe sincera.
Que es la fe de todos los que, conmigo, anhelan ver caer sobre nosotros la pluma dulce de la esperanza. Y verla quedarse. Y, junto a ella, poder prosperar.
Pepe Navarro