Ha llegado el agua al poblado.
La ha traído una niña de diez años montada en su bicicleta, acondicionada para cargar hasta tres bidones.
La niña ha llegado exhausta, la ha distribuido entre las tres casas de la aldea y, en cada una de ellas, se empiezan a sentir los movimientos del nuevo día.
El agua permite a todos reanudar sus tareas habituales con normalidad.
Y ayuda a mitigar las consecuencias de una temperatura ambiente que supera los 40 grados centígrados.
Es el momento de refrescar al bebé recién nacido, de bendecir su presencia bañándolo con el agua que acaba de llegar.
Su abuela le sienta sobre sus rodillas y va vaciando cuencos sobre su cuerpo menudo. Mientras su hermana le contempla sin perderse un detalle.
Hay felicidad en la casa. Todos están cerca. Asistiendo, complacidos, a las reacciones del bebé con cada nuevo remojón.
Es bello verla fluir sobre el cuerpo del recién nacido. Todos estamos contentos.
Y siento, en lo más íntimo, el deseo de que el agua nunca falte en la aldea y que la alegría de este momento deje de ser, para siempre, algo excepcional.
Pepe Navarro, Burkina Faso