Una de las primeras cosas que aprendimos al empezar a ir a la escuela, con 5 ó 6 años, fue a leer. Los profesores nos enseñaban, con paciencia y poco a poco: primero una letra y luego otra, hasta la zeta; después descubrimos que las letras podían unirse para formar palabras, las palabras para componer frases, las frases terminaban siendo páginas, y todo el conjunto final era una historia que valía la pena conocer. Leer era, en aquellos años, una aventura y una conquista. Nos sentíamos bien por poder sentarnos frente a un libro y desentrañar la historia que contenía. Y sin embargo, unos años después, parece que todo eso se nos haya olvidado.
No leemos, o leemos poco. Y buscamos excusas: el trabajo, la familia, el ordenador, los dispositivos móviles, las redes sociales…, parece que cualquier actividad pasa por delante de la lectura. Nos puede parecer, incluso, que a nuestra edad ya no necesitamos leer, que basta un repaso a la prensa del día o a lo que cuentan nuestros amigos en Facebook o Twitter. Qué gran error. Cuando Mario Vargas Llosa gano el Premio Nobel de Literatura en 2010, empezó su discurso de aceptación del Premio con estas dos frases: “Aprendí a leer a los cinco años. Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida”.
Leer ordena la mente. Leer es una fuente de salud, y también de cultura y sabiduría. Hace crecer la imaginación, estimula la fantasía. Nos traslada a mundos apasionantes, a universos desconocidos. Enriquece nuestra manera de expresarnos, lo que ayuda a darnos seguridad en nuestras relaciones con los demás. Leer reduce los niveles de estrés, nos ayuda a ordenar ideas y relacionar conceptos. Leer provoca que nos conozcamos mejor, que nos hagamos preguntas sobre nosotros mismos y lo que nos rodea. No se ha inventado mejor terapia que un buen libro. A leer, pues.