Carreteras de India central, transitadas sobre todo por viejos camiones, con cargas tan exageradas que rebasan los límites de lo imaginable. Camiones que fuerzan al máximo su resistencia y cuyos conductores se esfuerzan para que, en las curvas que descienden desde las zonas montañosas, el desequilibrio de la carga no les tumbe en medio de la carretera.
Pero a veces pasa. El camión no frena a tiempo, ve dominada su trayectoria por el excesivo peso y vuelca. Es cosa sabida y aceptada. Por quienes sufren el accidente y por aquellos que, eventualmente, se les cruzan en el camino.
Todos aceptan que lo que ocurrió debería haberse evitado cargando menos el vehículo. Pero, al mismo tiempo, todos entienden que, en un país de grandes precariedades, hacer lo correcto muchas veces no es posible y queda fuera de control.
Y, seguramente por eso, aceptan la posibilidad del accidente y se resignan a sufrir sus consecuencias. En el mejor de los casos no habrá daños físicos y sólo habrá que lamentar una pérdida de dinero y de tiempo. De mucho tiempo.
Cuando nos cruzamos con el vehículo siniestrado, éste llevaba tres días en la cuneta de la carretera. Sus numerosos ocupantes no podían abandonarlo. Y debían esperar, muy pacientemente, a que, de uno u otro modo, alguien fuera a ocuparse de mandarles una grúa para que les ayudara a levantar el camión y así poder seguir su camino.
Les pregunté cuánto más podían esperar y me respondieron que, seguramente, tres o cuatro días más. Me dijeron que no era fácil localizar una grúa, circulando por una carretera menos que secundaria y estando tan alejados de cualquier ciudad importante.
¿Y eso no les preocupaba mucho? Quise saber. Resultó que no. Tenían asumido el riesgo. Había ocurrido lo que no deseaban. Y ahora se trataba de aceptarlo con naturalidad.
Y, con la misma naturalidad, procurarse agua y comida para seguir esperando. Entre largas conversaciones. Cánticos a las divinidades que nunca dejan de proteger. Y bromas y risas.
Pepe Navarro