Conocí al guajiro en una parada en mi camino hacia Pinar del Río. Entré, sin anunciarme, en su pequeña finca del Valle de Viñales, la vega tabaquera más importante de Cuba.
El guajiro me dio la bienvenida y me invitó a sentarme frente a la mesa en la que su esposa nos brindó mango y café.
Hablamos de todo un poco. Me contó de su vida, muy vinculada a la planta del tabaco y a las esperanzas, renovadas año tras año, de obtener una buena cosecha.
Me habló de la bondad de su vida familiar, que transcurría plácidamente en el campo, alejada del bullicio y el desorden de la ciudad.
Me dijo que se sentía afortunado. Porque él amaba el campo tanto como amaba a su familia y eso estaba por encima de cualquier otra consideración que pudiera hacerse en relación a su país.
Me contó que su gran pasión eran los gallos finos. Los criaba y los cuidaba con esmero. Presumía de ser el dueño de una de las mejores galleras de la zona.
Hablaba despacio, disfrutando del momento, sin ninguna prisa por terminar nuestra conversación. Nada parecía poder acelerar ni su palabra ni sus movimientos.
Hasta que, de repente, llegaron su hija y su nieto.
Y el guajiro dejó por un momento de atenderme, se puso velozmente de pie, aupó a su nieto, cerró los ojos y disfrutó plenamente del abrazo de la vida y del calor del amor.
Pepe Navarro
Viñales, Cuba