Siempre nos faltó el agua y nos dolió mucho la sed.
Hemos nacido angustiados por la sequedad de nuestros campos y hemos crecido rogando por la llegada de la lluvia.
Hemos aceptado nuestras necesidades, demostrándonos a nosotros mismos que somos fuertes. Y capaces de vivir apegados a la tierra que amamos. A pesar de todo.
Y ahora nos llegó el hambre.
Casi sin avisar, se fueron vaciando nuestros graneros del poco sustento que pudimos conservar en ellos.
Llovió poco, la cosecha fue breve. Y ya no alcanza para más.
Nadie tiene la culpa. ¿A quién podríamos culpar por ello?
¿Al sol constante y excesivo? ¿A nuestra amada tierra pobre y seca? ¿A nuestra inevitable falta de previsión?
Y, además, ¿de qué nos serviría?
Ha sucedido ya muchas veces: a una necesidad pequeña le sigue otra necesidad mayor.
Las necesidades se persiguen, una tras otra, en una inacabable cadena de sucesos tristes, que amontonan piedras frías sobre nuestra gastada pobreza.
Pese a todo, siempre nos sentamos, pacientemente, a esperar y a conversar entre nosotros. Nos decimos: pasará el hambre. Ahora llegó y luego pasará. Como, tantas otras veces, llegó la sed y después pasó.
Y aunque, tal vez para entonces, seamos menos de los que ahora somos, sabemos que seguiremos adelante.
Todo el tiempo que nuestras fuerzas lo permitan. Y mientras detrás de la dureza del sol y de la sequedad de la tierra exista una mínima posibilidad de ponernos en pie, para seguir soportando el peso de nuestras vidas.
Pepe Navarro
Burkina Faso, África