Muchas veces se me alertó del peligro de ir a uno u otro lugar, se me aconsejó que desistiera de mi propósito. Se me dijo que no persistiera en mi deseo de adentrarme en tal barrio porque podría sufrir graves consecuencias. Y todo ello, siempre que se me dijo, fue con una buena intención. Como en la kasbah de Tánger.
Sin embargo, la vida empuja. Y, a su particular modo, ayuda y protege.
Cuando, con el bolso del equipo fotográfico al hombro, camino por lugares que desconozco, siempre lo hago con la confianza de que, en esos lugares, viven personas, existen rutinas que hasta cierto punto pueden resultarme familiares, pasan cosas.
Y en eso centro mis pensamientos cuando tomo la decisión de ir hacia adelante con mi propósito. Evitando, hasta donde es posible, tomar cualquier riesgo innecesario.
De ese modo, me ha sido posible acceder a lugares, teóricamente inaccesibles, de los que hoy guardo un grato recuerdo. Y en todos ellos me fue dado conocer a personas con las que pude mantener una conversación acerca de su cotidiana realidad. Y también tomar fotografías.
En muchos de esos casos, el avance fue lento, muy lento incluso. Porque la prisa, normalmente, añade un factor de riesgo de difícil control. Caminar despacio permite descubrir los movimientos de la vida a un ritmo parecido al de aquellos que la viven.
Y surgen encuentros, comentarios, preguntas. Se crea un pequeño círculo de familiaridad y comprensión mutua en el que es más fácil interactuar.
Se comparte un momento a partir de una mirada. Y la mirada se extiende hasta el entorno y, desde éste, puede volar hasta el paisaje circundante.
Para saber que hay más. Que nada termina donde parece. Que después de un momento viene otro. Y que a un encuentro le seguirá otro más.
Al final: ¿me hace falta algo? ¿Necesito orientación? ¿Quiero quedarme a ver el ensayo de la obra de teatro en el pequeño local juvenil? ¿Regresaré al día siguiente?
Un tendero me brinda un pedazo de pastel. Una señora me invita a compartir su limonada. Un estudiante me pregunta si hablo su idioma.
Una niña, llevando de la mano a su hermano menor, pasa corriendo frente a mí y, de un salto, ambos doblan la esquina.
Es la vida que camina. Y no se detiene.
Pepe Navarro