Muchas veces somos inesperadamente sabios, nos mostramos indiferentes ante la voluntad del destino y éste nos cuela un regalo imprevisto en el alma.
Esta fotografía la tomé en una pequeña ciudad de Bangladesh, Cox's Bazar, y nació de un acto de fe: la niña puso su fe en mi por el simple hecho de que yo la miré con dulzura.
Cogida de la mano de su fe, me acompañó hasta la puerta de un banco y se quedó esperando a que yo saliera de cambiar mi dinero.
Cuando salí, le di el dinero que le quise dar y la fotografié sentada en una escalera y frente a una reja semiabierta. Todo tan frío y tan gris que los ojos de la niña brillaban como la luz del sol.
Me despedí de ella con un beso y con la certeza de haberme enamorado de su bella inocencia.
No pasaron muchas horas y la volví a encontrar en el puerto. Estaba jugando con un grupo de niños pobres, y todos se abalanzaron sobre mí para pedirme dinero.
Pero el extranjero rico que antes fui se había convertido, para sorpresa de todos, en un hombre pobre que les miraba lastimeramente a los ojos y les solicitaba dinero con las dos manos. Yo apuntaba con mis dedos hacia mi boca y decía: tengo hambre, tengo hambre.
Uno tras otro, los niños fueron desfilando, desaparecieron detrás de las barcas de madera o se fueron caminando por las rampas del muelle.
Yo me quedé solo, con mis manos extendidas en el aire. La niña también se había alejado pero no se había marchado.
Se había retirado a un rincón y en él, a salvo de miradas, desenrollaba cuidadosamente el mismo billete que yo le había dado. Enseguida se acercó a mi y me lo tendió. En sus ojos se mantenía intacta la misma mirada de ternura. Me pidió que aceptara el billete y que con él me comprara comida.
Yo había dejado de fingir y estaba sorprendido. Le expliqué a la niña que todo había sido un juego. Le pedí que se guardara el billete. La besé y me marché sin querer marcharme. Al día siguiente abandoné aquel lugar y nunca más la volví a ver.
Y desde entonces, ¿cuántas veces he contado esta historia? Y mientras la contaba, ¿en cuántos ojos he visto un brillo de esperanza, una expresión de asombro, incluso alguna lágrima que, por timidez, se me ha querido ocultar?
¿Por qué les fascina a muchos saber que una vez conocí a una niña que era pobre sólo porque pedía dinero para comer y que me regaló su dinero porque vio en mi el hambre que yo fingía tener?
Tan simple como aceptar que una niña pobre me hizo el regalo de compartir conmigo la riqueza de su inocencia. Un regalo tan grande que sé que yo sería hoy mucho más pobre sin él.
Un regalo tan bello que siempre deseo compartirlo con todos. Para que la vida nos libere del miedo excesivo y nos regale el regreso a nuestra necesaria futura inocencia.
Pepe Navarro