Los niños de Bangladesh aprenden que los barcos no son eternos. Que se desgastan con el tiempo. Que les desaparece el brillo metálico de la cubierta y que sus altas chimeneas amenazan con precipitarse en el mar del que durante tantos años fueron bandera.
Los niños bengalíes se sientan en la arena - manchada de aceite y cubierta de alquitrán - a presenciar la llegada de los viejos barcos mercantes que, procedentes de todos los mares del mundo y subastados en Singapur, vienen a morir en las playas solitarias de Chittagong.
Los niños saben que, en apenas unas horas, ellos tendrán la obligación, al igual que los mayores, de comenzar la destrucción, centímetro a centímetro, de ese gran bloque de acero sin vida al que permanecerán atados durante más de siete meses.
Día a día, el gran barco muerto dejará de ser una perfecta forma colosal y se convertirá en metros y metros de acero. Viejo y gastado pero aún útil.
De él se obtendrán herramientas y elementos de construcción, cucharas y cuchillos, piezas de recambio para automóviles y bicicletas. Elementos vitales para la vida en ese país que se mantiene, año tras año, como uno de los más pobres del planeta.
Los niños de Bangladesh se cansan trabajando duro bajo el fuerte sol. Pero no se agotan. Brilla en ellos la luz de una alegría que parece inagotable.
Se les escucha reír entre golpes de martillo. Se les puede ver correr de aquí para allá, atendiendo a las demandas de los mayores. Pequeñas hormigas infatigables en un hormiguero de incesante actividad.
Cuando me acerco a ellos, ganado por la pena y la admiración, sonríen y me saludan. Me dan la bienvenida en silencio. Felices de poder detenerse durante unos minutos frente a mi cámara.
Antes de proseguir su incesante actividad y desaparecer deprisa en el centro de una total agitación.
Pepe Navarro