Nada satisface la codicia humana. Es imposible esperar sensatez, bondad y compasión de parte de quienes se dedican a la producción y venta de armas de destrucción.
Los niños de muchos países, que han vivido su historia reciente castigados por la guerra, no lo saben. No tienen los elementos de juicio suficientes para comprender y para juzgar.
Pero sí saben que tienen hambre. Que tienen miedo. Que sus padres murieron y que ya no viven con ellos. Que les asusta la noche. Que ya no pueden salir a jugar a darle golpes al balón de trapo como tanto les gustaba hacer.
Porque ya no tienen piernas.
Se las llevó por el aire un estallido, que surgió de debajo de la tierra, la última vez que golpearon un balón.
Los mayores les habían advertido que no era prudente jugar fuera del patio de la casa familiar. Pero la curiosidad de los niños y su afán de espacio abierto siempre puede más que una justificada orden de encierro.
La guerra siguió disparando. Y los niños, quisieron seguir jugando.
La guerra no se detuvo en el límite de sus campos. Entró más allá. Llegó hasta la puerta de sus espacios familiares. Y les esperó – enterrada en la tiniebla – porque sabía que, tarde o temprano, los niños caerían en su poder.
Y cayeron. Uno tras otro. Como, antes, habían caído sus padres.
A los padres los mataron. A los niños los dejaron casi muertos y sin piernas.
Manos voluntarias los levantaron de su sangre y los depositaron en campos de recogida. Donde los curaron y los alimentaron. Y se esforzaron en darles fuerza y esperanza.
A los más mayores les explicaron que, en adelante, ellos serían los responsables de sus hermanos menores. Porque ya no podían elegir otro papel. La guerra había decapitado cualquier otra posibilidad.
Desde mi amor y desde mi rabia les dije que les quería fotografiar.
Los niños, plenos de inocencia, levantaban a sus hermanitos inválidos del suelo, se situaban frente a la cámara y se quedaban quietos. Muy quietos.
Sin decir una sola palabra, me arrastraban, con su mirada, hasta una cima de inmenso dolor.
Yo fotografiaba y lloraba. Mientras sus ojos, fijos en mí, me contaban su historia.
Pepe Navarro