Las cataratas del Niágara se han congelado. Este dato ya sería suficiente por sí solo para darnos una idea de la magnitud de la ola de frío que ha azotado los Estados Unidos durante los últimos días. Pero hay más datos: temperaturas inferiores a -40 grados centígrados; 21 personas muertas; cientos de miles de vuelos cancelados; más de 5.000 millones de dólares en pérdidas. El frente polar ha causado estragos.
Sin embargo, en otros lugares de la Tierra suele hacer aún más frío. Mucho más. Recientemente, una investigación ha determinado que el 10 de agosto de 2010, en la Antártida se registró una temperatura de -93 grados, cifra que supone la temperatura más baja jamás registrada. Mucho más del doble que las mínimas alcanzadas en la ola de frío estadounidense. Pero paradójicamente, estos -93 grados son inofensivos, una curiosidad científica, mientras que los -40 son, en cambio, portada en la prensa mundial y motivo de preocupación para todos.
La diferencia, por supuesto, son las personas. Nadie vive en la Antártida, por lo que no importan tanto esas bajísimas temperaturas. El frío importa cuando causas muertes y provoca daños a las personas. Si salimos ahora de lo puramente meteorológico, podremos sacar una conclusión: donde hay personas hace menos frío, pero ese frío puede ser más dañino. Ocupémonos, pues, de que en nuestro entorno se produzca el suficiente calor humano para que nadie pase frío.