Alguien dijo una vez que, si todos los chinos se pusieran de acuerdo y dieran una patada al suelo al mismo tiempo, el resto del mundo iba a temblar. Pero lo cierto es que no es necesario que muchas personas actúen simultáneamente para que su acción se difunda. Las acciones humanas son como el fuego en un bosque: se propagan imparablemente.
No importa lo que hagamos para remediarlo: alguien estornuda y ya está, tenemos un virus circulando. Y llega una gripe, y todos pasamos por ella una vez al año. Y sí, algo consiguen los medicamentos, las mascarillas, las vacunas; pero poco, la verdad. Porque las personas tendemos a estar juntas, unas con otras, y lo que somos y tenemos se extiende aunque no queramos. Aunque ni siquiera lo sepamos. Tal vez un estornudo nuestro ha provocado un resfriado en la vecina con la que hemos coincidido en el ascensor. O tal vez le hemos sonreído, le hemos deseado un buen día o le hemos ayudado con las bolsas de la compra, y eso también se le ha contagiado.
Todo lo que hacemos o decimos influye en las personas que tenemos alrededor; y, en ocasiones, incluso en personas que ni conocemos. Eso es fantástico, y lo podemos aprovechar para dar lo que tenemos, y para recibir lo que otros tienen. Escribir, por ejemplo, acerca de algún tema que valga la pena dar a conocer. Y hacerlo circular: cuántos libros, estados de Facebook o tuits han cambiado vidas…
Estar abierto al contagio, pues. Contagiar y dejarse contagiar. Dejar huella.