En medio de la playa había una choza. Palos de madera sujetaban una estructura de hojas de palma cubierta con lienzos de plástico viejo.
Frente a la choza, sentada frente al azul del mar, había una niña. Cantaba una canción y jugaba con la arena. Agarraba puñados entre sus manos y los lanzaba al aire, creando pequeñas nubes fugaces frente a la trayectoria descendente del sol.
La niña estaba allí porque había ido a recibir a su padre y a sus hermanos mayores, todos ellos pescadores y residentes en la choza que apenas se sostenía en pie.
Me llamaron con gestos y, cuando me acerqué, me recibieron con sonrisas. Me invitaron a entrar en su casa. El interior era oscuro. Un plástico negro colocado directamente sobre la arena hacía las veces de suelo. La brisa del mar se colaba por todas partes.
Aún no me había acostumbrado al ambiente de penumbra cuando me di cuenta de que, frente a mí, había un cuenco con arroz.
Rehusé aceptarlo, muy consciente del ambiente de extrema pobreza que lo impregnaba todo. Sin embargo, al final, no me fue posible negarme a aceptar su invitación. Tuve claro que, si lo hacía, la alegría de su hospitalidad daría paso a una gran tristeza.
Comí el arroz. Compartí su alegría. Me contaron que, pese a todo, eran felices y que a veces, cuando la pesca era muy buena, su vida era algo mejor.
Les agradecí su cariño y elogié su hospitalidad. Les deseé mucha suerte en todo.
Antes de dejar el lugar, me senté frente al mar junto a la niña. Le pedí que cantara una vez más su bella canción.
Mientras ella cantaba, yo fui tomando puñados de arena blanca y, como si fueran mariposas mensajeras de una universal felicidad, uno tras otro, los fui lanzando al aire.
Pepe Navarro, Bangladesh