¿Recuerdas la primera vez que viste el mar? ¿Recuerdas la primera vez que viste al amor de tu vida? ¿Recuerdas vuestro primer beso? ¿Recuerdas el nacimiento de tu primer hijo? ¿Recuerdas la primera vez que viajaste en avión, la primera vez que pisaste la nieve, la primera vez que contemplaste un amanecer, la primera vez que escribiste un poema? Es cierto que, en ocasiones, las primeras veces no resultan como nos las habíamos imaginado, pero casi siempre se convierten, para bien o para mal, en algo inolvidable.
Las primeras veces suelen ir asociadas a la emoción, a la pasión. Algo que, lamentablemente, no suele ocurrir cuando aquel hecho emotivo empieza a repetirse. Cuántos besos, abrazos, paisajes o viajes maravillosos se han convertido para nosotros en pura rutina; y qué triste es que eso suceda, porque la belleza que habitaste en esos hechos, personas o lugares es la misma que la primera vez. No debería ocurrir eso. Si supiéramos que el beso que vamos a dar a nuestra pareja va a ser el último, seguro que todo cambiaría.
Y tal vez sea ese el secreto. Hacerlo todo como si fuera la última vez que podemos realizarlo. Ponerle la misma pasión, la misma emoción que si fuera la última vez; porque, además, siempre hay una posibilidad de que realmente lo sea. Vivir los pequeños detalles del día con la máxima intensidad posible: ser conscientes de lo que estamos haciendo, paladearlo, dándole importancia a todo, porque todo la tiene. Dar un paseo como si fuera el último. O hacer la compra. O escuchar música. O escribir un artículo. Como si fuera la primera vez. Como si fuera la última vez.