Eran las seis de la mañana, salíamos de Hyderabad y teníamos por delante una larga distancia que recorrer hasta llegar a Nagpur.
En las afueras aparecían los primeros fuegos de los vendedores de té encendidos junto a la carretera. Alrededor de esos fuegos, varios hombres, casi todos ellos rickshaw wallahs – conductores de bicitaxi- recién levantados, conversaban mientras calentaban sus manos.
Le pedí al conductor de mi automóvil que nos detuviéramos a tomar un té y a conversar con aquellos hombres. Hacía mucho frío y la niebla era tan espesa que el sol naciente aún no conseguía penetrar en las formas de las cosas, que se mostraban débiles y lejanas a mis ojos.
Surgiendo del centro de la niebla apareció de repente una mancha oscura que avanzaba hacia nosotros. Poco a poco se fue formando la silueta de un rickshaw empujado por un hombre. El hombre nos saludó y yo me acerqué a devolverle el saludo. El rickshaw tenía la capota echada para proteger a su ocupante del frío. Pero pude ver que quien lo ocupaba, era una niña bellísima, que comía un dulce y estaba cómodamente sentada en el sillón del pasajero.
Aquella niña, tan bella como pobre, a mí me pareció una pequeña reina que viajaba en el interior de su carroza mágica hacia algún remoto lugar fuera de los mapas y del tiempo. Una niña-reina que en aquella mañana fría había decidido dejar atrás su lejano y misterioso reino.
Yo elogié la belleza de la niña y el hombre que había llegado empujando el rickshaw me lo agradeció diciéndome que era una de sus tres hijas. Añadió que todas ellas eran bellísimas y me pidió que no me moviera de ese lugar porque las traería a todas para que las conociera.
Mientras tanto a nuestro alrededor se habían agrupado los rickshaw wallahs que instantes antes estaban rodeando el fuego de la mañana en espera de tomar su primer té. Miraban a la niña, que se mostraba contenta porque les conocía y le decían cosas que la hacían sonreír.
Todos ellos tenían su casa muy cerca de allí, en un pequeño poblado situado junto a la carretera en el que vivían sus hijos. Para demostrármelo, uno tras otro, tomaron sus rickshaws y se marcharon a buscarlos. Mientras esperaba a que regresaran, yo le tomé esta fotografía a la niña-reina que me sonreía y me miraba tímidamente.
Al poco rato, encabezados por el padre de la niña, aparecieron todos los rickshaw wallahs con sus hijos. Los cargaron en brazos, me los mostraron, les fotografié y me lo agradecieron. Todos estábamos felices y, antes de despedirnos, nos deseamos más felicidad.
Y una vez más, mientras me alejaba con el automóvil en dirección al norte, iba pensando que siempre me ha fascinado la sencillez con que los pobres viven su pobreza. Mil veces me ha maravillado su alegría. Mil veces he visto en ellos gestos de belleza sólo al alcance de los más humildes, de los más íntimamente fieles a sus vidas, de los menos resentidos.
Entre uno y otro pensamiento se fue abriendo la niebla y en el camino apareció la luz del sol.
Pepe Navarro