Han pasado muchos años.
He cargado sobre mi cabeza el agua de muchas lluvias que nos permitieron seguir existiendo.
Me he agachado toda mi vida para permitirle al agua del arroyo que entrara en mi recipiente.
He andado muchos pasos buscando el sustento de mi gente en cada rincón de mi camino.
Y sigo cargando leña seca sobre mi cabeza. Porque, aunque no siempre hay agua, siempre debo encender el fuego. Y alimentarlo con lo que he podido conseguir. Para cocinar en él nuestro alimento de todos los días. Que a veces es suficiente y nos permite quedar satisfechos. Y que otras veces no es sino un resto tibio que nos quedó de un día anterior.
He hablado con la tierra y le he contado mis sueños que a nadie más he podido contar.
He velado por la salud de nuestros animales que se mueven a mi alrededor esperando comida y atención.
He permitido a mi hombre que me amara según su deseo y su voluntad.
He parido a mis hijos junto al fuego abierto de mi hogar o junto a los árboles más viejos del camino.
Se los he mostrado desnudos al sol y a la luna esperando su protección.
Los he alimentado con la leche de mis senos hasta que la leche se agotó. Los he visto crecer y algunas veces también los he visto morir.
No he preguntado razones porque sé que no puedo hacerlo.
Y ha pasado el tiempo, despacio o deprisa. Un día siempre nuevo ha renovado a un día viejo que ya murió.
Y yo, juntando mis pies y mis manos, he aflojado el ritmo de mis pasos, lo he acompasado al devenir de las cosas pequeñas que ahora reinan en mi cabeza.
Y, por un pequeño agujero que dejé abierto en el horizonte, sigo esperando a que llegue el momento de poder salir.
Por Pepe Navarro