Míralos, ahí están. Son los viejos. Ocupan los bancos del parque. Buscan los rincones soleados. Van llegando, uno a uno. Con sus gorras, con sus bastones. Se sientan y hablan. Observan a las palomas y a los niños que juegan. Recuerdan. Ahora tienen más recuerdos que porvenir. Cuentan su vida, sus historias, señalan el cambio del paisaje. Esta ciudad era otra, esta ciudad no era así. Ellos, los viejos, la convirtieron en lo que es hoy. Ellos, con su trabajo, levantaron nuestro mundo: ellos y ellas, en las calles, en las fábricas, en las casas. Nadie parece agradecérselo. Ellos también fueron jóvenes. Nadie parece acordarse.
Ahí llegan los viejos. A media mañana, ocupan la mesa del bar. Juegan a cartas, al dominó. Piden un vaso de vino. Solo uno, no muy lleno: cosas de médicos, que se entretienen recetando prohibiciones y pastillas. Los viejos hablan de sus achaques como si no fueran suyos. Ríen, ríen mucho, enseñan sus bocas sin dientes. Les hace gracia oír que les llaman “personas de la tercera edad”. No saben mucho de eufemismos, pero sí saben lo que son. Son viejos. Terminan la partida. Vuelven a casa. De camino, comprarán el pan. Comerán en casa, solos.
Camino de la escuela van, a su paso, los viejos. Abuelos y abuelas llevando a sus nietos, porque sus padres (los hijos de los viejos) no pueden. Les cuesta caminar al ritmo de los niños, y por eso les piden que no se alejen y les den la mano. Y los niños sonríen, agarran la mano de sus abuelos y caminan con ellos y les cuentan sus aventuras y sus sueños. Y los viejos sonríen, porque saben que siguen siendo necesarios.
Son nuestros padres y madres, nuestros abuelos y abuelas. Son nuestra sangre, nuestro carácter, nuestra historia. Son lo que hemos sido, lo que somos, lo que seremos. Son los viejos. Nuestros viejos. Todo nuestro amor y agradecimiento para ellos.