Djuliana tenía nueve años y se sentía mayor, había pasado más de la mitad de su vida sufriendo los efectos de la guerra entre serbios y bosnios. Se había acostumbrado tanto a la locura de su situación que su única vida real la vivía en sueños. Lejos de los hombres perdidos y de las mujeres solas, lejos del gris-negro de la tristeza y la destrucción.
Me encontró en la calle, era de noche y yo caminaba de regreso a mi casa. Mientras caminaba, sentí que alguien tiraba de los bajos de mi pantalón. Al bajar la mirada me encontré con sus ojos y su mirada de conejo triste. Con la mano abierta, me pedía dinero.
Así entró en mi vida esta niña mendiga, hija y nieta de gitanos, capaz de asustarme hasta lo indecible con su desparpajo y sus lecciones de vida aprendidas. Se movía tan como un pez entre las aguas revueltas de la ciudad de Sarajevo que era capaz de nadar de un salto desde un portal del centro hasta una cafetería del otro lado de la ciudad. Y en todas partes aterrizaba como un ave de paso que solicitara permiso para repostar combustible. Sacaba una mano sucia del interior de su cuerpo menudo y la extendía hasta la nariz de cualquier mayor.
Pero de casi todas partes la echaban, le decían a gritos que se fuera, le recordaban, sin sutileza, que en las ciudades que han sufrido una guerra los niños no son tan niños como en las otras ciudades que mantiene intactos su monumentos y sus ilusiones. Y aunque Djuliana insistía, casi siempre había alguien capaz de asustarla con un grito muy alto y una mirada casi feroz. Mis ojos fueron testigos de eso en más de una triste ocasión.
A casi todas las horas que había entre la tarde y la noche la podías encontrar en la calle más céntrica, rodando con sus alas abiertas entre los pies de los que iban de un lugar a otro lugar. A veces la acompañaba su hermano, cinco años mayor y tan gitano como ella. Los dos estaban allí para solicitar la pequeña caridad de los que habían sufrido el acoso de unos locos y el olvido de un mundo.
Más de una vez los acompañé de regreso a su casa, un nido de ladrillo y agujeros en el que ellos dormían y su abuela cocinaba en un hornillo de petróleo. El nido carecía de ventanas, de muebles, de camas y hasta casi de suelo firme. Se ascendía hasta él por unos restos de escalera y se entraba en él por una puerta-agujero. En su interior había mantas extendidas, algunos utensilios de caminante y el olor de la pobreza. Allí dentro, Djuliana y su hermano soñaban cosas imposibles mientras su abuela me brindaba café y agradecía mi presencia.
En una de las mañanas que yo les visité, Djuliana me confesó su deseo secreto de llegar a ser una vendedora de pañales para los bebés recién nacidos y de frutas y verduras frescas para todo el mundo. Siempre que hablamos de sueños me habló de su madre, perdida en los brazos de un hombre misterioso que vino como el viento, la enamoró y se la llevó de prisa.
A Djuliana le dolía en el alma estar creciendo lejos del calor de su madre. Deseaba a toda costa una madre. Deseaba tenerla, aunque tuviera que inventarla. Tenía claro que los niños sin madre son menos niños. Sabía que esa es una verdad tan grande que no hay nada que pueda cambiarla, ni la locura de los hombres, ni su falta de consideración hacia los ángeles pequeños. Ni su falta de ternura, ni la guerra con la que se comunican entre ellos una y otra vez. Ni la ausencia de lluvia o la falta de nieve. Ni toda la magia del mundo. Nada era tan valioso para Djuliana como el abrazo y el beso de buenas noches de una madre.