El tibetano tiene muchas historias que contar, pero a él esas historias no le interesan realmente, no le gusta contarlas porque no desea que se interpongan, a modo de barrera romántica, entre él y la verdad que sigue buscando.
Su mujer me lo contó. Muchos días, el tibetano ha ganado buen dinero vendiendo sus joyas artesanas. Cuando cierra el negocio y sale a la calle, sus bolsillos están llenos. Mientras camina de regreso a su casa, se olvida de ese dinero y piensa en otras cosas. Por ejemplo, piensa que hay cosas mejores que hacer con ese dinero que llevarlo a su casa.
Entonces se desvía de su ruta y camina hasta el puerto, donde les pregunta a los pescadores cómo les fue el día y si pescaron muchas langostas. Se las muestran y él les pregunta cuánto pensaban ganar con su venta a los restaurantes. Se lo dicen y él se mete la mano en el bolsillo y les da ese dinero. Le entregan las langostas y él, una por una, las agarra de la cola y las devuelve al mar. Mientras las langostas vuelan entre la tierra y el agua, él les desea un buen viaje de regreso a la vida. Así, cada langosta significa un vuelo de libertad y una esperanza de larga vida para la langosta y para todos los seres que existen sobre la tierra, en el cielo y dentro de los mares.
Su mujer siguió contando. Después de haber liberado a la última de las langostas capturadas, el tibetano retoma el camino hacia su casa. Pero muchos días, la venta de joyas ha sido realmente buena y a él todavía le queda mucho dinero en los bolsillos. Ese dinero a él sigue sin importarle, pero muchos lo anhelan. Y se le acercan en la forma de un pobre, de un perdedor, de un enfermo, y se lo piden. Él, una y otra vez, se mete la mano en el bolsillo y saca el dinero, que siempre entrega con su oración de gratitud por permitírsele ayudar a quien lo necesita.
Muchos días, cuando llega a su casa, su esposa le dice que no hay mucho que comer porque el dinero se acabó. Él le responde que no debe preocuparse, le recuerda que la vida es sabia y que siempre sabe lo que hace. Ella asiente porque sabe que su marido siempre dice la verdad.
Hay un mundo de amor y sutileza en los ojos y en las manos de este hombre, que engarza piedras semipreciosas en cordones de plata mientras le pide a la vida que resista los efectos de la codicia humana que amenaza con destruirla. El sol de cada nuevo día lo encuentra orando por el universal respeto a la vida. Cada nuevo amanecer fluyen de su gran corazón innumerables hilos de seda que se extienden sobre el anonimato de los hombres y se juntan en el infinito.
Conocí al tibetano en el sur de la india. Hablamos pocas palabras y nos miramos mucho a los ojos. No le importó que le fotografiara mientras recitaba los mantras de una larga plegaria.
El día que me marché me despidió en silencio, protegiendo mi camino con la blancura de un pañuelo de algodón. Me dijo que aquella madrugada había rezado por mí.