Es por la tarde. Estoy sentado junto a mi madre. Miramos el agua del río. Vuelan pájaros sobre nuestras cabezas. Hay un rumor de voces lejano… gentes de paso que no llegan a dejarse ver. Yo miro a mi madre. Mientras ella no deja de mirar el río y me habla, con voz muy clara, de las razones principales de la vida. Aquellas capaces de hacer la diferencia entre un hombre de fortuna y un perdedor. Sé que me lo cuenta porque me quiere. Y porque desea lo mejor para mí. Lo sé y por eso pienso. Pienso en cómo serán las cosas un día. Cuando todos los hombres y mujeres, que aún no conozco, hayan ido llenando de esperanza las calles abiertas de mi vida. No soy capaz de imaginar dolor. Y tampoco quiero imaginarlo. Soy un niño. Y poseo, intactos, la capacidad de creer y el poder de imaginar. Y, por eso, arrullado por la voz de la persona que más amo en el mundo, imagino cosas bellas, cosas muy bellas que me van a ocurrir. Y que llenarán mi vida de luz. De una luz clara, casi transparente, como la de este día de felicidad completa para mí. Caminaré. Creceré. Aprenderé. Seré un hombre de bien junto a todos los hombres de bien que serán junto a mí. Y no habrá para mí otro destino mejor que el de saber que hice todo cuanto puede para no alejarme, ni por un momento, del bello sentido que las palabras de mi madre han ido creando en mí. Palabras que me llegan atravesando el aire cálido que todo lo envuelve. Palabras que son belleza y amor. Y que me impulsan a creer, con santa facilidad, que todo aquello que mi madre hoy sueña ver realizado en mí, será posible un día. Después de mucho tiempo. Porque ahora aún soy un niño. Y porque, poco a poco, me he ido quedando dormido. En el regazo, tan acogedor, de mi madre. Que me sostiene como una segura promesa de felicidad. Que acaricia mi pelo con suavidad. Que deja a un lado las claras consignas de mi aprendizaje. Y que me acuna, muy dulcemente, mientras me canta, al oído, una bella canción.