"Ya se acercan. La barca navega casi a la deriva suave del viento. Pronto llegará a la orilla. Y todos querrán descender deprisa. Les espera el agua santa de nuestro río madre. Y también les espero yo.
Veo bastante gente mayor en la barca. Es bueno para mí. Ellos son los que más me compran. Y los que menos me regatean. A los mayores les gusta comer azúcar después de pisar la orilla. Y antes de iniciar las oraciones y las ofrendas.
Los peregrinos llevan sus pequeños altares consigo. Flores, velas e incienso. Que bendecirán y entregarán al agua. Y que yo veré, luego, desplazarse lentamente por la superficie del río. Pequeñas islas de luz, trazando líneas brillantes de esperanza, en dirección hacia el infinito horizonte.
Todos terminan siempre metidos hasta la cintura en el agua. Cierran los ojos y se quedan quietos, con los brazos levantados en dirección al cielo, orando en silencio.
Antes de abandonar el río, lanzan al aire palabras vestidas de esperanza. Piden. Y esperan que, un día, se les conceda.
Yo hago lo mismo. Pido que se acerquen. Y espero que me compren los dulces que llevo en la cesta.
Ayer conseguí reunir estos caramelos. No son muchos, pero no me quejo. No estoy aquí para quejarme. Estoy aquí para venderlos. Y sé que los voy a vender.
Si no me regatean demasiado, me alcanzará para comprar la verdura que mi madre me pidió. Y, con un poco de suerte, podré comprar algo de queso fresco. Y, tal vez, un mango o dos.
Después haré lo que hacen los peregrinos. Entraré en el río despacio y no me detendré hasta que el agua me llegue a la cintura.
Cerraré los ojos. Levantaré mis brazos hacia el cielo. Y, en silencio, le daré las gracias a la vida, le rogaré que no me olvide y le mandaré mi bendición".