Tú. Tan capaz de sonreír mientras serrabas el bloque de bronce del timón de un viejo barco, llegado desde muy lejos para morir en la playa de tu pueblo natal, en Bangladesh. Serrabas, me mirabas y hablabas. Me contabas que tenías esposa, un hijo y mucha suerte. Me decías que eras feliz. Porque tenías una buena familia y un trabajo que eras capaz de hacer. Serrar bronce, cargar acero, destruir la forma compacta que una vez navegó por océanos ilimitados, para convertir sus fragmentos en herramientas para trabajar la tierra, en cuchillos y en tenedores. Y yo te veía de verdad feliz. Sabía que lo eras porque, sin dejar de serrar, te emocionabas hablándome de la última travesura de tu pequeño y de lo contento que estabas porque, mientras tú trabajabas, él estaba en la escuela. Y porque, emocionado por mi inesperada presencia, insistías en invitarme a visitar tu casa y a compartir la comida de los tuyos. Arroz, señor, decías, arroz es lo que puedo ofrecerle. Y añadías pero es un buen arroz y mi esposa lo cocina muy bien. No acepté tu invitación. No fui capaz de hacerlo. Pensé, tal vez erróneamente, que no podía privarte, ni a ti ni a los tuyos, de la comida que, con tanto esfuerzo, ganabas. No te molestaste por ello. Dijiste en otra ocasión seguro que sí podrá ser. Y yo deseé mucho que tuvieras razón y que llegara esa otra ocasión. Nos deseamos buena luz en el camino y nos despedimos con una sonrisa. El ris ras del corte de tu sierra me acompañó hasta la puerta de salida y hasta mucho más allá.