El niño pescador titiritaba recién salido del mar. Temblaba de frío y también de emoción.
Había pasado muchas horas sentado en la pértiga viendo anochecer, mientras esperaba tener la suerte de una buena pesca.
De pie en la roca, me mostró la peligrosa “serpiente-pez” que había logrado pescar.
Era preciso, me dijo, asegurarse de que estaba bien muerta antes de quitarle el anzuelo y sujetarla con la mano. De lo contrario, se corría el riesgo de ser mordido por ella.
En tal caso, me aseguró con voz acelerada y ojos de espanto, la muerte era, en muchos casos, inevitable.
Mientras le fotografiaba, recuerdo que pensé: nada puede hacerte en este momento ningún daño. Te protegen tu inocencia, tu alegría y tu emoción.