Cuando le conocí, vendía cigarrillos en la Calle Obispo de La Habana.
Los cigarrillos que le correspondían dentro de su cuota mensual asignada por la Revolución. Como el frijol, el arroz, el azúcar, el café y el chícharo.
Los vendía para comer. Cigarrillos “popular” vendidos uno por uno. A unos pocos céntimos la unidad.
- Y usted, ¿fuma?
- Pues sí, m’hijo, cuando se puede.
- Y, entonces, ¿por qué vende usted sus cigarrillos?
- Pues pa comprar comida. La cosa está mala y, pese a mis muchos años, me toca seguir en la luchita.
Años atrás, me contó, la lucha había sido otra. En Sierra Maestra, junto a Fidel y el Ché.
Luchó por el triunfo de la Revolución, que debía acabar con el dominio del horror y traer la justicia y la igualdad a la isla.
Luchó y venció en esa lucha. Después de la victoria, ante él estaba el brillante porvenir.
Pasados los años, finiquitados muchos de los buenos propósitos revolucionarios y sumido su país en la precariedad, él seguía luciendo, con orgullo, su vieja gorra de guerrillero. Por nada, me dijo, se la pensaba quitar.
- Yo muero con ella puesta.
Aunque las cosas no hubieran ido por el camino que él hubiera deseado. Aunque su país siguiera sufriendo mucho, ahora de malos diferentes. Y aunque él se viera obligado a desprenderse de su cuota mensual de cigarrillos. No tenía ninguna intención de desprenderse del emblema de su vieja lucha social.
- La cosa ahora está mala. Eso lo sabemos todos. Pero lo que yo hice por mi país nadie me lo va a quitar.
Pepe Navarro