Llego y me miran. Me observan circular en torno al vejo pozo que, pese al tiempo transcurrido (25 años) todavía les provee de agua.
Ellos, los niños son, junto a las mujeres, quienes se ocupan del abastecimiento de sus familias.
Una tarea prioritaria frente al resto de tareas que, como niños, deberían tener el derecho a cumplir. Pero que no siempre tienen.
Yo tomo algunas fotografías, hablo con los adultos.
Las mujeres sacan agua empujando la palanca que habilita la bomba extractora.
Los hombres me muestran el estado en que se encuentra la instalación y me solicitan apoyo para encontrar soluciones.
Incapaces de exigir, sólo piden comprensión. Tarde lo que tarde ésta en llegar a su destino, el lejano lugar del que sin duda provengo y que ellos no pueden ni tan siquiera imaginar.
Allí debe encontrarse una solución a su problema y me piden el favor de encontrarla.
Mientras tanto, los niños se agrupan en un extremo del pozo y, en silencio, me miran observar, conversar, fotografiar... En algún momento de mi estancia me ocupo de ellos.
Me aproximo y les saludo. Sienten vergüenza, los más pequeños sienten miedo. Soy extranjero, soy blanco y vengo de algún lejano lugar. Soy una novedad que les cuesta ubicar entre la normalidad de las cosas de su día.
Si quiero tranquilizarles sólo tengo un camino, el juego. La risa y el acercamiento. Mostrarme como el amigo que quiero ser y evitar cualquier otro propósito.
Me apasionan los niños. Todos los niños. Y siento un respeto muy especial por los más desfavorecidos. Respeto y cariño.
Y, después de muchos años ya vividos en nuestros acercamientos, puedo afirmar que gracias a ellos, la magia sigue teniendo en mí un hogar.
Son niños pobres - eso puede observarse fácilmente en mis fotografías -. Pero lo que no puede observarse con esa misma facilidad es que, pese a su descomunal pobreza, esos niños son poseedores de una ansia inmensa de vivir.
Del modo que aprendieron y conocen. Utilizando lo que tienen a mano, sin esperar más, sin pedir más.
Y por eso yo siento un gran respeto por ellos. Les admiro. Les amo desde lo más íntimo de mi verdad, con todo mi ser.
Cuando dejo el lugar, siempre tengo la sensación de que me marcho enriquecido. Triste muchas veces, es cierto, pero enriquecido.
Revitalizado por su risa espontánea, por su facilidad para hacerme sentir bienvenido, uno más entre ellos, durante el rato que dura nuestro encuentro.
Me marcho feliz y triste a un tiempo. Y mi tristeza está anclada en la forma monstruosa y enorme que adoptan la injusticia y el olvido de un mundo que se niega a compartir y que prefiere ignorar.
Si yo pudiera... si yo supiera... si yo tuviera la capacidad de hacer llegar mi mensaje de vida a aquellos que la pueden convertir en un lugar mejor... les diría que basta, que no más olvido, que no más codicia, que no más mentira, que no más ambición.
Les diría que hace siglos que viene siendo la hora de abrir y no de cerrar. De ofrecer y no de arrebatar. De abrazar y no de expulsar. La hora de pensar en plural y no en singular.
Y si consiguiera que alguno de ellos me abriera una puerta de esperanza, entraría por ella y, sin mirar atrás, avanzaría y avanzaría… con la sola idea de llegar hasta el lugar del verdadero tesoro: la matriz de vida donde todo puede empezar de nuevo.
Porque allí el mundo todavía es un niño y en él todo lo bueno por vivir sigue siendo posible.
– Pepe Navarro
Fotografía tomada en Gamsé, Burkina Faso, África.