Hace tiempo que nos conocen. Conocen el nombre de la mayoría de nuestros ídolos más mediáticos. Saben que tenemos trabajos que nos permiten tener vidas confortables y cosas valiosas que ellos no pueden tener. Y que vivimos lejos. Pero no tan lejos como para no intentar acercarse a nosotros. Del modo que sea. Recorriendo distancias que, no hace tanto, nos parecían rutas de seguridad insalvables. Caminan en nuestra dirección. Vienen de todos los rincones del maltratado sur. Y, cuando, desafiando las tormentas del miedo, llegan a vislumbrar el perfil de nuestras costas, nos encuentran cerrados detrás de nuestras murallas. Nos identifican inaccesibles. Y aprenden que no estamos dispuestos a dejarles entrar a formar parte de nuestro grupo. Comprenden que no tienen ese derecho. Porque son pobres. Y porque nosotros no lo somos. Pero no se quieren rendir. Se encaraman hasta lo alto de nuestras torres de defensa, apelan a nuestros sentimientos y nos muestran las copias de nuestros estandartes. Aquellos que, según creyeron, les hacían, en parte, iguales a nosotros. Nos gritan mira esta camiseta, ¿no es acaso igual a la que tienes tú? ¿No amas tú celebrar el mismo gol que yo celebro? ¿No compartimos una misma ilusión? ¿No somos iguales, al menos, en eso? Y, mientras nos gritan, nuestras espaldas les responden. No tenemos tiempo que perder. Debemos seguir creando riqueza. Extendiendo nuestras cadenas de producción. Debemos afianzar los preceptos legales que nos permitirán seguir destacando. Produciendo. Vendiendo. Masificando. Ignorando. Olvidando.