Le fotografié después de meterse el chute de heroína en vena. Me dijo: "Llevo tatuada hasta la polla." Y también me dijo: "Si me fotografías la cara, te buscaré por toda la ciudad y te arrepentirás. No quiero que mi padre se entere de dónde estoy ni en qué ando."
Hablamos sentados en el suelo, junto a la vía del tren que corre paralela a la valla del cementerio de Montjuïc. Su historia no era muy diferente a la de otros usuarios de droga de Can Tunis: insatisfacción, hastío, cansancio, soledad… a veces, desesperación.
Pero no se rendía. Me dijo que rendirse era lo último que pensaba hacer. Porque, pese a todo, decía, la vida era interesante y le aportaba suficientes razones para querer seguir.
Después de la entrevista, le ofrecí que me acompañara en el coche y dejarle en el centro de la ciudad. Aceptó pero me pidió unos minutos, antes de iniciar el viaje, porque debía hacer una cosa importante.
Acto seguido se internó corriendo en el cementerio. Reapareció al rato con un puñado de rosas de plástico de varios colores. Viejas y sucias. Me dijo: "Son para una novia que tengo. A los de allí dentro ya no les hacen falta y a ella le harán ilusión." Se dedicó a acicalarlas y a soplarles el polvo durante el trayecto al centro de la ciudad.
Pasados unos meses, alguien que le conocía, me dijo que había muerto. Su padre le encontró una mañana en el lavabo del piso que compartían. Se lo llevó una sobredosis.
Pepe Navarro