Doggy

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Doggy tenía diecisiete años cuando le fotografié en Hollywood Boulevard. Andaba por allí del brazo de una muchacha de su edad y estaba integrado en un grupo de jóvenes vagabundos – runaways- mayores que él. Todos ellos habían optado por la huida como respuesta a la educación recibida por sus padres y se movían a sus anchas por la popular avenida de los Ángeles. Hablé con ellos y me dijeron que no querían vivir bajo las órdenes de nadie, pensaban que la vida es demasiado corta para perderla haciendo lo que otros desean. Solo les movía el afán de ser libres, el mismo afán que tal vez un día había movido a sus padres y que ahora habían olvidado porque se habían resignado a ser dependientes de sus necesidades siempre crecientes. No tenían miedo de nada, o deseaban demostrarme que no lo tenían. Algunos me contaron que habían llegado a Los Angeles haciendo auto-stop por casi todo el país. Me dijeron que el hábito del viaje había desarrollado en ellos la incapacidad de quedarse durante mucho tiempo en un mismo lugar. La mayoría de ellos habían adquirido la costumbre de utilizar la noche para salir a buscar lo necesario para vivir un día más. Durante el día solían sentarse, teatrales y ociosos, en los bancos del paseo, junto a sus viejas mochilas militares, sus latas de comida abiertas y sus sacos de dormir. Dormían en los tejados de las casas y, cuando las noches eran frías, se agrupaban en los vestíbulos abiertos de los viejos teatros. Doggy me explicó que casi todos ellos utilizaban nombres falsos para evitar la identificación policial. Él era oriundo de Phoenix y llevaba varios años circulando por el país en trenes, autobuses y automóviles. No quiso responderme a la pregunta de porqué había huido de su casa. Se reafirmó en lo ya dicho: no había otra razón que el afán de libertad que sentía en la mente y en el cuerpo. Después de fotografiarle y de hablar con él, me senté junto a sus compañeros en un banco del paseo. Mientras conversaba con ellos de sus anhelos y motivaciones, miraba a Doggy, que estaba de pie y abrazaba a su chica. Le miraba actuar en aquel escenario de jóvenes duros con cadenas al cuello y no podía evitar pensar que él parecía demasiado inocente para estar allí. Al atardecer me despedí de él y de los otros runaways; quise ser prudente y seguir su consejo de dejar aquel lugar antes de que llegara la noche. Pepe Navarro